Existe una familia espiritual mundial que comparte las mismas creencias, la misma fe, la misma esperanza. 
 
Eran las cuatro de la madrugada cuando arribamos a la pequeña isla de  Guam, en el sur del Pacífico. Aunque más cerca de las Filipinas que de  los Estados Unidos de Norteamérica, Guam es territorio norteamericano.  Por tal motivo todos los pasajeros de ese vuelo proveniente de Manila,  la capital de Filipinas, debíamos pasar Migración antes de continuar  nuestro vuelo a Los Ángeles, California. Cuando llegó mi turno, entregué  mi pasaporte al oficial de Migración, quien me preguntó: “¿A qué se  dedica usted?” 
 
—Soy pastor de la Iglesia Adventista del Séptimo Día —respondí. 
 
Para mi sorpresa, el funcionario me hizo a continuación una extraña pregunta: 
 
— ¿Podría usted decirme una de las creencias fundamentales de la Iglesia Adventista del Séptimo Día? 
 
—Con todo gusto, señor — le respondí sonriendo, y entonces agregué—:  “Creemos en la segunda venida de Cristo en gloria y majestad, y  guardamos el sábado como el único día de reposo que Dios estipuló en su  Santa Palabra desde la creación”. 
 
El funcionario me miró a los ojos y agregó: 
 
— ¿Podría decirme su pasaje favorito de la Biblia? 
 
Yo no entendía lo que estaba pasando, y qué tenía que ver todo eso  con mi estatus migratorio, pero le respondí afirmativamente y compartí  con él mi pasaje favorito de la Biblia. Entonces el hombre sonrió, abrió  los brazos y me dijo: 
 
—Bienvenido, pastor. Yo soy miembro de la Iglesia Adventista aquí en  Guam, y me da gusto conocerlo. 
 
—Entonces comprendí que él quería estar  seguro de que en efecto era un adventista del séptimo día. 
 Una familia mundial 
Por mis responsabilidades tengo el privilegio de viajar por todo el  mundo. Puedo decir con seguridad que en cualquier país adonde usted o yo  vayamos podemos encontrar miembros de una gran familia mundial: Una  familia espiritual que comparte las mismas creencias, la misma fe, la  misma esperanza. No importa qué idioma hablemos ni de qué color sea  nuestra piel o la cultura en la cual estamos inmersos, nos une el amor  de Cristo Jesús y la bendita esperanza del pronto retorno de Cristo  Jesús en las nubes de los cielos, según él lo prometió (S. Juan 14:1-3).   Somos una familia mundial de millones de miembros de iglesia que tiene  un gran mensaje para vivir y compartir. Somos hermanos y tenemos a Dios  como nuestro Padre. 
 
La Santa Biblia nos dice que Dios tiene en esta tierra una familia  llamada “iglesia” (1 Timoteo 3:15), la “iglesia del Dios viviente”. 
 
Cuando Dios creó este mundo, lo hizo perfecto. No existía el dolor,  el sufrimiento, la enfermedad, la separación, ni la muerte. Creó la  familia humana para que sus criaturas fueran felices, sin dificultades  ni problemas (Génesis 1, 2). Tristemente, la primera familia humana se  apartó de su Creador, y esto produjo el pecado que afectó profundamente  la vida del ser humano. También vinieron a la existencia el sufrimiento,  el dolor y la muerte. No solo eso, sino que el pecado produjo la  separación entre la familia humana y Dios. 
 
Por eso, el Creador maravilloso diseñó un plan de rescate. Jesucristo  vino a dar su vida para pagar el precio de la redención (S. Mateo  20:28) y a unir de nuevo a la familia de esta tierra con la del cielo.  Después que la primera familia formada por Adán y Eva se apartó de   Dios, a través de sus hijos, Caín y Abel, la humanidad se dividió en  dos: quienes seguían a Dios y sus principios de amor y justicia, y  quienes lo rechazaban. El libro del Génesis los llama “los hijos de  Dios, y los hijos de los hombres” (ver Génesis 6:1-4). 
 
A través de los siglos Dios dio a sus “hijos” la misión de  representarlo y buscar la reconciliación de la familia humana con su  Creador. Dios desea traer de nuevo a todos los seres humanos al estado  original en que fueron creados. Por ello ha usado a un pueblo peculiar,  que empezó con los llamados patriarcas en el Antiguo Testamento de la  Biblia (Abraham, Isaac y Jacob) y sus descendientes, llamados luego el  pueblo de Israel. De entre ellos nacería el Mesías, el Cristo (el  “Ungido”) quien vendría a dar su vida en sacrificio expiatorio para  restaurar la relación entre el Creador y sus criaturas humanas. 
 
El profeta Isaías en forma increíble muestra lo que sucedería con el  Mesías 739 años antes de que naciera: “Despreciado y desechado entre los  hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que  escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos.  Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y  nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas él  herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el  castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros  curados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se  apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos  nosotros” (Isaías 53:3-6). 
 
Todo esto se cumplió en la vida de Jesús de Nazaret, el Mesías  prometido, quien vivió, sufrió, murió y resucitó para darnos salvación.  Después de sufrir el rechazo del pueblo de Israel, Jesucristo fundó  la  iglesia del Nuevo Testamento (Efesios 2:20) para seguir buscando a los  otros miembros de la familia, los “hijos de los hombres”, para que  fueran restaurados, y al creer en él, tuvieran vida eterna. 
 La entrada a la familia de Dios 
A esta familia, la que el Señor llamó iglesia, se le dio la misión de  proclamar el evangelio, las buenas nuevas de salvación a todo el mundo,  de anunciar que Jesús volverá para llevarnos al reino de los cielos. La  entrada a la familia de Jesucristo es gratuita. No cuesta nada. Solo  tienes que creer en Jesucristo, aceptarlo como tu Salvador personal  (Hechos 16:30-33) y ser bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del  Espíritu Santo (ver S. Mateo 28:18-19). Así se llega a ser parte de una  familia espiritual con una misión para cumplir y una fe para vivir y  compartir, mientras se espera el cumplimiento de la promesa de Jesús: “Y  si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí  mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (S. Juan 14:3). 
 
Hoy, millones de miembros de esta familia están esparcidos en todos  los países del mundo. Como todo ser humano, enfrentan problemas,  desafíos, sufrimientos, pero se gozan en vivir por la fe y anticipar el  futuro glorioso que les espera. Están allí, en tu ciudad, en tu país, en  tu continente, para servir a la comunidad y traer esperanza a las  personas. Tienen un mensaje de sanidad para el cuerpo, la mente y el  alma que les ha sido dado por el supremo Padre celestial.  Parte de esta  gran familia que el Señor reunirá antes de su venida es la Iglesia  Adventista del Séptimo Día. Hoy te invito a unirte a este gran grupo  mundial con una misión, una esperanza y un propósito. Siempre serás  bienvenido a cualquiera de sus iglesias y congregaciones. Allí hay un  lugar para ti. 
 
 El autor es un vicepresidente mundial de la Iglesia  Adventista del Séptimo Día. Fue pastor y administrador en su México  natal, y desde 1995 trabaja en la sede mundial de la iglesia, en Silver  Spring, Maryland.    La iglesia como familia 
En la Escritura se considera que la iglesia del cielo y de la tierra  constituye una familia (Efesios 3:15). Se usan dos metáforas para  describir cómo las personas se unen a esta familia: La adopción (Romanos  8:14-16; Efesios 1:4-6) y el nuevo nacimiento (S. Juan 3:3-8). Por la  fe en Cristo, los recién bautizados ya no son esclavos, sino hijos del  Padre celestial (Gálatas 3:26-4:7), los cuales viven en base al nuevo  pacto. Ahora forman parte “de la familia de Dios” (Efesios 2:19), “la  familia de la fe” (Gálatas 6:10). 
 
Los miembros de la familia de Dios se refieren a él como “Padre”  (Gálatas 4:6), y se relacionan unos con otros en calidad de hermanos y  hermanas (Santiago 2:15; 1 Corintios 8:11; Romanos 16:1). Una  característica especial de la iglesia como familia es la comunión. La  comunión cristiana (koinonía en griego) no es solo  sociabilidad, sino “comunión en el evangelio” (Filipenses 1:5). Incluye  la relación genuina con Dios y con los creyentes (1 Juan  1:3-7).—Adaptado de Creencias de los adventistas del séptimo día, pp. 161-167. 
  
Tomado de El Centinela®  
 
Que Dios les siga bendiciendo grandemente Hoy y siempre 
Arreortúa y Fuentes   
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